sábado, 14 de mayo de 2011

El Paisaje Que Nos Habita - Sabas Martín



EL PAISAJE QUE NOS HABITA
Sabas Martín

Ya los postrománticos afirmaban que el hombre es la imaginación de su suelo que era una manera de decir que el paisaje es la vida y la identidad. Esa definición, que lo resume todo, incluye también el sentimiento, muy especialmente cuando la tierra propia es convocada desde la ausencia y la distancia. Que la geografía es uno de los rostros de la emoción es algo que, quien más quien menos, hemos podido experimentar alguna ocasión con mayor o menor secreta e íntima intensidad. 
Quiero decir que somos lo que somos y nos dejan, pero, además, también somos la presencia o la memoria del paisaje en elque creció nuestra mirada. Luego, el tiempo y sus derrotas, el amor y el dolor, esa música callada que compone la vida ocurriendo hacia la muerte, se encargan de transformarnos la mirada y, en ella, la claridad o el fuego original que alguna vez fuimos. Sin embargo, a solas, despojados ante el espejo, la imagen del cristal nos devuelve no el rostro, sino el sentimiento que lo sustenta. Entonces dejamos de ser lo que estamos acostumbrados a que nos dejen ser para convertirnos en una geografía sentimental en cuyos límites suceden los recuerdos y el paisaje que en ellos se convoca. Entonces volvemos a ser el niño cuya mirada no sucumbió al olvido. Nuevamente capaces, entonces, de ser isla entera: esa que enseñó a los ojos y al corazón los latidos
del mar, los delirios de la lava, los escarpes de las cimas, las siluetas de espuma en la arena, los misterios sigilosos que guarda el horizonte.

Entre nosotros, allá por los años 30, Pedro García Cabrera se aventuró a formular una explicación del ser insular en función del paisaje. El poeta gomero nos enseñó que no podemos reconocernos a nosotros mismos si no disponemos de una mirada integral a través de la cual sentir nuestras islas y, con las islas, recreadas por la palabra o por el arte, los sueños y las heridas del mar que las envuelve. También Pérez Minik dejó dicho que el canario siente en todos sus actos la naturaleza de su recinto geográfico, por más que permanecer en las islas fuese estar a la vez en un purgatorio y en un paraíso. Isla somos, pues. Como un destino inevitable. Aunque no vivamos en esa Isla, única y múltiple a la par, que son nuestras islas. De isla somos. Aunque otro paisaje haya venido a sustituir el paisaje originario. Para lo bueno y para lo que no lo es tanto, seguimos siendo el sueño del paisaje, la consecuencia de la geografía y su sentimiento. Somos, sí, el paisaje que nos habita la memoria.

Y el paisaje que habita la memoria de Andrés Delgado es el de Canarias. En él se fundamenta buena parte de su razón de ser como artista plástico. Nacido en Gü.mar en 1953, fue Primer Premio de Pintura 1969 en Santa Cruz de Tenerife y se le suele encuadrar en la llamada Generación de los 70, según constató su participación en la muestra antológica que con ese apelativo generacional se llevó a cabo en la Sala Conca de la ciudad de Aguere en 1980, punto de referencia para nuestrammemoria cultural reciente. Tras varias exposiciones individuales y colectivas, Andrés Delgado pasa por la Escuela de San Fernando, en Madrid, y desde 1980 se establece ya en la capital. Es, pues, uno de esos canarios que están fuera, pero que, como tantos otros, nunca se ha ido y nunca ha renunciado a su raíz. Al contrario. Su condición, más allá de residencias y fronteras, es inequívocamente isleña.

Y su presencia en algunas exposiciones, en solitario o acompañado de otros pintores, en la Casa de Colón y en la ermita de San Antonio, de Las Palmas de Gran Canaria, en la década de los 80, o en el Ateneo lagunero, en 2000, confirma ese vínculo, invisible, pero no por ello menos poderoso, del ser sin estar. Como lo confirma nuevamente su regreso a Canarias con esta muestra que ahora se presenta en la Sala de Arte Juan Cas de La Laguna. Pero sobre todo lo confirma su universo pictórico, que se nutre de la mirada insular de una manera esencial y definitiva, diríase que irremisiblemente. He tenido la oportunidad de asistir en Madrid a algunas exposiciones de Andrés Delgado y, en ellas, el impulso pictórico ha estado dominado singularmente por la voluntad de recreación isleña. En el Istituto Europeo di Design, por ejemplo, en septiembre de 2003, fue la iconografía de la Montaña Roja y la misma playa del Médano el motivo sobre el que giraba su trabajo. Las variaciones que sobre este espacio delimitado de la geografía del sur de Tenerife desarrollaba nuestro pintor, hacían que las imágenes de ese paisaje reconocible apareciesen ante los ojos con una inédita fuerza expresiva, multiplicándose en íntimas sugerencias. En otra ocasión, en febrero de 2005, en la Casa de Canarias, Andrés Delgado llevó a cabo una propuesta de depuración y esencialización de perfiles telúricos isleños: jables, cenizas, cumbres, mar y espuma que, en palabras del músico y poeta Fermín Higueras, brotaban “del mismo modo que objetos sin límites precisos en la vastedad del pensamiento”. No se trataba entonces, como tampoco se trata ahora, de actuar sobre un territorio específico, sobre una orografía concreta, sino de un proceso de interiorización de la naturaleza representada para convertirla en mito y símbolo, en otra realidad posible o imaginada, pero que encierra en sí lo definitorio del paisaje insular. La isla pintada por Andrés Delgado desde Madrid, aun cuando aparece sin referentes topográficos identificables, es la Isla por antonomasia, la que brota cierta y tangible con
los ojos cerrados. Una Isla, un paisaje, que transcurre, no ya en la superficie o la apariencia, sino que germina en la profundidad de la memoria, en el centro de la emoción y el sentimiento. Un paisaje, una Isla, que en su confluencia de líneas, planos, volúmenes y colores se revela cifra y resumen, compendio identitario, intemporal y remota a la vez que instantánea y próxima. De esa materia insular originaria, de ese designio depurador y esencializante, están hechos los cuadros que muestra Andrés Delgado. Son cuadros que, despojados de retóricas anecdóticas, limpios de coartadas narrativas, apresan la índole más cierta de nuestra geografía traspasándola a la pintura sin más aditamento que la verdad desnuda de su propia condición. Son paisajes vistos con los ojos de la ausencia y la distancia y, quizás por eso, radicalmente reveladores. Andrés Delgado no repite lo que la mirada contempla, sino que, desde la rememoración, crea una nueva mirada. No de otra cosa se alimenta el auténtico arte. Hace tiempo que la pintura dejó de ser imitación de lo real para ser ella misma una realidad autosuficiente que se cumple en sus propios postulados. Ya lo dijo Magritte cuando advirtió aquello de que la pipa representada en uno de sus lienzos no era una pipa. Pero no se piense que esa rememoración de signo estético que acomete en sus cuadros Andrés Delgado, esa su evocación plástica de las formas de la geografía insular, es una ceremonia de melancolía o de nostalgia, tendente a la reiteración sentimentaloide de una iconografía sabida. En absoluto. El sentimiento, la emoción presente en estas obras es de rango más profundo y perdurable. Surge de la íntima necesidad, de la confrontación de la memoria y el pensamiento con las imágenes que conforman la propia biografía. Es lo que decían García Cabrera y Pérez Minik: el designio ineludible de ser siendo isla. Aunque se esté fuera, aunque se esté lejos. Es lo que afirmaron los postrománticos: la vida y la identidad latiendo en el sueño del paisaje. Después, emociones y sentimientos se hacen pintura y se despliegan por las telas con acentos líricos, muchas veces, y otras con contenido o explícito dramatismo, en una suerte de multiplicación de contrastes en la búsqueda de hacer ciertos, inmediatos y tangibles los lugares que anidan en la mirada. Lugares vividos, presentidos, imaginados o mezcla de todo ello, ya sea a la vez o en parte. En cualquier caso, paisajes que son los paisajes de la Isla, y paisajes que se cumplen en el acto creador de la pintura.

En cierta ocasión, hace un par de años, escribí que la de Andrés Delgado es una pintura de honda fuerza telúrica, de trazo suelto y vigoroso, en donde confluye un tratamiento gestual del color, fuertemente empastado, que busca realzar la inflexión viva e intensa de las tonalidades. Por su parte, Carlos Pérez Reyes, Presidente de la Asociación Española de Críticos de Arte, a propósito de la presentación en Madrid, en 2005, de una carpeta con grabados de Luis Arencibia, Luis Alberto Hernández, Nicolás Calvo y el propio Andrés Delgado, con textos de Luis León Barreto y míos, publicada por AHD Editor, señalaba, como algunos de los elementos identificatorios de la fuerza de la obra del artista, la gestualidad y una sutil impronta caligráfica superpuesta a volúmenes que encierran una recreación de formas telúricas y perfiles de montañas. Lo dicho entonces se cumple igualmente en esta exposición. Pero hay más elementos pictóricos y compositivos que se dan cita en estos paisajes esencialmente isleños de Andrés Delgado. Hay una forma característica de abordar el color que en ocasiones linda con lo matérico y en otras, con una sugerente porosidad. Hay la fusión de contrarios en una gama sutil de matices que recorren lo suave y lo fuerte, lo sosegado y lo impetuoso. Hay una impronta expresionista que deriva a cortes de planos y a la irrupción abrupta de volúmenes. Hay una ondulación complementaria entre veladuras y cúmulo de manchas. Hayun deslizarse hacia las lindes de la abstracción que nunca llega a ser absoluta. Hay, en suma, un sabio dominio de la pintura-pintura que cristaliza en la composición de un vívido e inaugural universo, regido todo él, de raíz a cielo, por lo telúrico.

En formato mayor o reducido, los verdes del campo, los negros de las lavas, los marrones y arenas de montañas y playas, los azules acantilados, conviven aquí con horizontes difuminados que, por momentos, desaparecen ante la rotunda presencia de perfiles y siluetas geodésicas emergentes del espacio. Frente a este universo creado desde la mano que toca la memoria, sitúa Andrés Delgado al espectador. Un universo que sólo alcanza su plenitud cuando la mirada de quien contempla completa el trazado último y, en la intimidad de la propia experiencia, hace suyos los paisajes en donde laten los signos indelebles de la Isla. Entonces, espectador y pintor se reconocen. Entonces, el paisaje está ya habitado, mutuamente para siempre perteneciéndose.

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