Andrés Delgado: paisajes transitados en el recuerdo
Federico Castro Morales
Al aproximarnos a la obra reciente de Andrés Delgado sentimos el poder evocador del recuerdo y, a la vez, presentimos una vivencia remota que se realimenta con visitas al lugar evocado en sus cuadros. Efectivamente, el pintor comparte con el espectador los mejores rincones de su memoria, esa presencia estremecedora de la vereda transitada en la infancia que se esconde en la memoria y es resistente a las evidencias que ofrece el reencuentro posterior con el territorio. Estamos pues, ante una muestra de paisajes lejanos en el tiempo y también en la distancia vital de una existencia trasplantada a Madrid desde hace muchos años. Estos lugares tienen un poder evocador que se asienta sobre una tensión dual que hace de cada obra una lucha por imponer al contrario. Sugerencia y convicción; sin duda, el paisaje está unido a la emoción, al recuerdo, y el pintor es quien administra presencias y evocaciones, sugerencias y certezas.
La distancia no es el olvido, más bien es un estado que conduce a la solvencia creadora. No es la primera vez que ocurre. En la pintura canaria del siglo XX encontramos diferentes artistas que experimentan un proceso análogo. Desde la proximidad emocional debemos citar especialmente a Josefina de la Torre, Juan Ismael, Pedro García Cabrera o Manuel Padorno, entre otros creadores de las islas que necesitaron expresar los misterios de un proceso vivido en una situación análoga, en la lejanía de la isla, y en la coincidencia en un mismo lugar de reflexión y trabajo, Madrid. Desde esta atalaya fértil es fácil que la expresión escrita y plástica se declaren su mutua dependencia y confluyan como antídoto del olvido, en ejercicio de comprensión topográfica y orogénica.
Andrés Delgado es un asiduo lector de textos insulares escritos desde la distancia, como partitura musical de ecos y revelaciones, o narraciones certeras. Josefina de la Torre escribía en Poemas de la isla (1930) “El paisaje es el lenguaje, un lenguaje profuso de palabras. Queramos o no queramos los isleños de esas islas, nuestros sentimientos, nuestros pensamientos, están intervenidos por las palabras de nuestro paisaje. Ese lenguaje nos acompañará siempre a lo largo de nuestra vida, como nuestras sombras”. Esta óptica nos sitúa ante la paradoja del artista que al expresarse con el paisaje escribe pinturas que son relatos insulares. Quizás por esto, Juan Manuel Trujillo interpretaba la naturaleza como un diccionario.
Esta sospecha sería luego corroborada por Pedro García Cabrera, autor de las visiones más intensas y esenciales que de la isla han sido elaboradas por creadores canarios en la lejanía del Archipiélago cuando han encontrado la no-conciencia alusiva de las cosas desde una preocupación sintética. Las imágenes mentales de Juan Ismael son el correlato plástico de otra certeza: la memoria es la potencia más poética de nuestro intelecto, sin ella no hay paisaje. Como el mar, “un detalle indispensable siempre, porque actúa siempre pegado al cielo y a la tierra”. Un mar que —como dice Ramón Gómez de la Serna— “no nos aísla, porque es una prolongación del paisaje”.
Andrés Delgado tiende a traer a un primer plano la emoción del paisaje, la tensión aérea, el rugido de la costa y la densidad del aire calimoso. De este modo arma una imagen que rima con el mundo interior del artista, con el momento del sentimiento, cambiante como las circunstancias ambientales y atmosféricas que mutan el territorio.
El pintor ha apreciado que la profundidad del paisaje, es un valor oscilante y, como dijera Pedro García Cabrera: “se ahonda en grises. Los nublos son reguladores de la extensión del paisaje”. El campo visual disminuye y sólo queda el primer plano. “Primer plano que nos coloca otra manera de sentir”.
Ante la presencia cegadora del recuerdo la abstracción es el recurso inevitable, la necesaria defensa del pintor que huye del paisaje cuando descubre el secreto: para alcanzar la síntesis de lo natural no se puede estar inserto en la Naturaleza.
La isla se siente en la ausencia, se intuye en el horizonte imposible de la mirada y se delinea en la nitidez del reencuentro. Pero la distancia creativa es necesaria. Inmerso en el paisaje, la clarividencia es vencida por la inmediatez. El artista debe escaparse, dejar de sentir el salitre en los labios y la luz cegadora en los ojos para alcanzar el estado de creación. Sólo entonces el cielo, el océano y la costa pueden armonizarse en una pintura. Aún así hay que salvar la escala: cualquier formato no puede atrapar la imagen. La pincelada sublime requiere superficie, lienzo suficiente para descargar las témperas y reencontrar en cada brochazo el vértigo del vacío cada vez que el pincel se descarga.
El pintor se concilia con el cotidiano, con una vida profesional, con su voluntad de darse. Las estructuras magmáticas de la isla se debaten con el océano y el viento. Sus formas ásperas y contundentes, negros, rojos y alberos, se yuxtaponen en estructuras que el artista disuelve. No busca la precisión topográfica, no desea ser fiel a la mirada, persigue la persistencia de la emoción, la sugerencia abierta que nos implica y nos convierte en cómplices.
Resuelta la incógnita del espacio y el tiempo sólo falta conjugar el uno y el otro. En el fondo del espejo son idénticos, pero como en el recuerdo, la emoción lo ilumina. Sin él no hay paisaje.
Federico Castro Morales
Historiador del Arte
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