lunes, 14 de mayo de 2012

Texto de Alejandro Tarantino Aréchega para el catálogo de la Exposición "desde la orilla"

Andrés Delgado.
La isla del Timeo.

 
“Posteriormente, tras un violento terremoto y un diluvio extraordinario, en un día y una noche terribles, la clase guerrera vuestra se hundió toda a la vez bajo la tierra y la isla de Atlántida desapareció de la misma manera, hundiéndose en el mar.”


Activo, en aquietado silencio, procurando el aislamiento necesario del paseante estético, buscando palabras cuya elevación atrape lo que sabemos irreductible, traicionamos la memoria del lugar de Andrés Delgado; y enfrentados a una abstracción trascendental en la que se adivina la atomización de una pintura que fue total pero difuminada, al modo en que los paisajistas comenzaron a abandonar el Romanticismo por una luz diferente, de calidad literaria sobre el tamiz de William Turner, y hoy sería incomprensible a los educados ojos de los inconclusos: esos buscadores del placer que aman el anonimato y la sombra de la sabiduría, al sentir de los últimos hijos escépticos de Pirrón de Elis, que sobreviven, sobrevive con ellos Andrés Delgado, a los embates de la verdad, en una elipsis del estrépito de la alabanza que atraviesa su pintura, una suspensión de todo juicio sobre lo cognoscible, que reposa en una composición plástica del ejercicio de la indiferencia, de una pintura que anhela, quiere, no vivir de creencias; porque ya nada puede ser total o aspirar a un sentido figurado: si todo es alegoría o metáfora, la contemplación del pintor, si es sujeto de un tiempo presente, será fragmento de una totalidad mítica que jamás fue constituida sino como simulacro o aderezo del absolutismo y su afán de dominio. Por eso, el mar, que sostiene los límites de su obra, es una rebelión, no es una obra romántica, de espectadores arrobados ante la evidencia; pinta un mar que en un día engulló la Atlántida y dejó náufragos en el olvido de las mareas, pinta lo que desaparecerá: la memoria emocional de un territorio literario, de puro lirismo ascético, sobria plasticidad de lo que recuerda como litoral y tierra media y pendiente hacia la cumbre y acantilada vicisitud del que nunca podrá regresar a la isla perdida; porque Andrés Delgado pinta un mar que devorará las islas que lo hacen visible, porque lentamente los litorales de su resistencia, que evidencian la contradicción de la permanencia libertaria, serán fondo de océano, historia pictórica de la lucha fraterna por un espacio que encuentre, en la realidad, la destilada forma de un lugar común, que hemos extraviado si no destruido ante nuestros ojos atónitos, con representaciones complacientes y traidoramente amables, con el pensamiento de un arte ensimismado en la post-ilustración inexistente, concreto y falaz hasta la náusea, de una ideologización ahistoricista y bellaca que se niega, por espurias razones de socialización, a la sensibilidad como fuente de conocimiento, a la expresión autónoma de lo empírico, al fin, a la soledad que nos constituye, y que en la obra de Andrés delgado se hace tan patente como que hay un océano de mares en los que naufragamos los ausentes en sus lienzos, anónimos como los polizones, porque nadie nos vio al borde de esos mares, como si los cuadros, surgidos de un cromatismo sincero, fuesen las ventanas imaginarias de la sentina.

La isla, en medio de lo imaginario, es el cruce de las rutas y derrotas de una diáspora que dura desde siempre, el paisaje común de los relatos que comparten desconocidos entre sí, viajeros de ciudadanías perdidas, los hijos del atrevimiento expresionista, pero sin el sentimiento trágico de la muerte; la isla surge en una fascinación epicúrea por la atmósfera precisa en la que se desea habitar, el jardín de la imperturbabilidad.

No busca lo sublime abstracto kantiano de la Crítica del Juicio, como pudiera hacerlo Mark Rothko o la geometría de lo indecible de Barnett Newman, sino un finito sublime lo suficientemente elocuente como para superar los horizontes irrebasables de Caspar David Friedrich, un acontecimiento de la experiencia que no aquilata ya, de ninguna manera, la herencia de los románticos: ese sublime afectado por la admiración de la bestia divina, germen de totalidad, tan lejano del expresionismo. Porque no existe, sino en la abstracción, el objeto de la representación, ese lugar que Lacan identifica con lo más elevado de lo dado y que queda destilado como bello, su presentarse en la discordia de los sentimientos, que Andrés Delgado hace surgir de los trazos encontrados, confrontados, en un territorio de búsqueda donde se transfiere a otro aquello tan extraño que sólo se recuerda haber aprehendido, contradictoriamente, en lo hermoso de la densidad material de la naturaleza sin nosotros. Quizá el camino de la abstracción expresionista sea la aspiración a dejar sola, tras nosotros, de nuevo, la Naturaleza, sea permitirnos un sentimiento de soledad y confusión, de última frontera, como haber rebasado las columnas de Heracles, de estar más allá de los confines heráclidas y saber que ningún amanecer traerá la visión de la costa, cuando allende es un absoluto impracticable, un ideal atlántico que sólo pueden sostener los dioses. En este sentido, Andrés Delgado no es un idealista, y su expresionismo relativo, cercano a las masas de color de Clyfford Stills, indaga en el conflicto de lo nouménico la cosa en sí de una crítica de las ilusiones trascendentales, una crítica de la facultad de la indiferencia hacia ellas –no hay yo, ni mundo, no hay dios- que lo circunscriba a lo humano, a una pintura de lo humano sin humanos, a una república de las artes sin verdad histórica, una terra incognita nada literal, nada terrestre, un paisaje sin figura que exige al elidido monje junto al mar para pensar la soledad contemporánea.

Todos los sentidos en el cónclave de la visión, la reflexión suspendida y olvidando dogmas, vaciando los lugares atávicos en los que la sensación se hace real, y permitir la impresión de una emoción que se traza como idea intuitiva, como el impulso vital de Bergson, para encontrar la matérica forma de volúmenes que son planos y geometría de la tierra, de colores texturizados que se hacen verticales, abisales, de líneas que precipitan perspectivas paisajísticas que encarnarán cuerpos asolados de ausentes, que esperan el oleaginoso aroma del salitre y los restos atlantes de un no lugar deseado. Él pinta la reconstrucción de una voz que los marinos avistaron por las amuras del tiempo, desde las cofas celestes, en la brega de la quietud nocturna; pinta la luz matinal de los alisios, los inmensos frontispicios blancos de las nubes que guardan su memoria, isla que no encontrará atravesando la calima del griego: Ατλαντiς νησος, ya no existe.

Andrés Delgado se enfrenta a la fenomenología de los litorales, donde lo que es dado, ya pretérito, intuye las coordenadas geográficas de la Atlántida: 27º 37’ y 29º 25’ de latitud norte y 13º 20’ y 18º 10’ de longitud oeste; o quizá, el lugar sin seres de la abstracción, sea la narración premonitoria de una erupción de la alegría, contra la distopía de unas pendientes isleñas que entran en el mar sin perspectiva, una topografía de la Atlántida que emerge en restos de la descripción de los diálogos platónicos, de lo que escuchó Solón a sacerdotes de Heliópolis, para reconstruir la memoria de la tierra antes del inmenso océano, el verde de las Azores, la materia democrática de lo que simplemente es ante nuestros ojos, la luz de Madeira, el oleaje del inmenso azul. Andrés Delgado pinta la latitud del color, la longitud de la forma, de lo que hace posible su experiencia: una isla imaginaria expuesta a la luz, y a la óptica galileana que no finge la fiel representación de lo que no está, salvo en la memoria poseída de masas de materia atlántica: geografías de precipicios salinos, espumas de rompientes que hacen exacta la línea en cuyo interior el trazo ejerce como forma de la tiranía de la experiencia, cóncavas líneas de arena que describen la desaparición. Restos, como un testimonio ocasional, de pecios, que a modo de cantos rodados serán arena orgánica, aparecen en lienzos de un blanco encrespado, limítrofe, ribereño, espuma de sal en la verticalidad real del mar.

Hay mar, hay personas, desvanecido, desvanecidas, omisión que responde a la pintura de lo que ya no existe, salvo en los primeros recuerdos de la inocencia y en la ingenuidad realista de las primeras representaciones. Nunca, lo que no está, fue tan evidente al color seco y salvaje de los verdes y negros, del blanco que presagia un azul breve y definitivo, de ocres y rojos testimoniales y, a veces, como una insospechada ola del tiempo cíclico, el mar irrumpe sobre los amarillos y abate, también sobre los sienas y fugaces glaucos, azules sin horizonte, es decir, sin heredad.

Alejandro Tarantino Aréchega
Miembro de Tres en Suma

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