Para llegar al mar
Para llegar al mar es preciso sentir el peso de las huellas de la tierra. Para que la tierra gravite y pese, debe abrazar el aire y el vaho de sus luces difusas. Para que la mano que pinta recree el paisaje y, así, inaugure un mundo nuevo que a sí mismo se baste y se cumpla en la suma del color, los planos, las formas y volúmenes, las veladuras, manchas y transparencias, todo lo que es, al cabo, lenguaje propio de la pintura, el impulso que mueve la mano tiene que interpretar el asombro original de la mirada, el latido que alimenta el pulso de la sangre, los recuerdos que anidan en la memoria. Solo de esa forma el paisaje que se plasma en el cuadro es auténtico y verdadero, no mera imitación o copia estéril de lo que, como un rastro muerto, permanece quieto en las pupilas. Solo así el paisaje visto, simplemente contemplado, trasciende la reproducción mimética y se convierte en algo más; algo que puede ser imaginado, presentido o evocado, y que se hace cierto, originariamente concreto, incluso desde el adentro de los ojos cerrados. Quizás sea esa, la mirada interior, la mejor de las visiones posibles para un creador. También la más arriesgada.
En uno de sus versos, Lezama Lima dejó escrito que “el ojo y el mar se abren en círculos concéntricos”. La pintura de Andrés Delgado es como ese ojo y ese mar lezamianos que avanzan y se expanden en círculos que se van englobando mutua y recíprocamente, que se acumulan y propagan sin olvidar nunca el punto de partida, esa piedra primera lanzada al centro de las aguas. ¿Y cuál es esa piedra, ese centro inaugural, ese motivo primero que caracteriza e identifica la obra más reciente de Andrés Delgado? Ciertamente, el paisaje. Pero no un paisaje cualquiera, sino el paisaje insular: el que nos marca y señala de forma indeleble; el que, aún sin ser asumido deliberadamente, configura una manera de sentir, o lo que es lo mismo, de ser y estar en el mundo.
Isleño de cepa y raíz, aunque trasplantado a latitudes madrileñas, Andrés Delgado vuelve una y otra vez a la geografía que fue y que sigue siendo suya desde la infancia. Una geografía que el artista evoca desde la distancia, quizás como una forma de saberse aún vivo y pleno en ella pese a la lejanía. Y ese paisaje que Delgado plasma en sus cuadros surge desde la contemplación interior, despojándola de añadidos anecdóticos o folklóricos, para trascenderlo y esencializarlo con la pátina que envuelve y sustenta lo mítico o lo simbólico. Es, como digo, el mirar con los ojos cerrados, un mirar hacia adentro, hacia los vestigios que guarda la memoria, para hacer presente lo que es vívida remembranza. No es nuevo este fenómeno. Es un procedimiento habitual entre tantos creadores canarios que, de grado o a la fuerza, han dejado atrás las fronteras isleñas. El legado cultural de nuestra historia está lleno de ejemplos que lo ratifican
He dicho “esencialización” y creo que es la mejor palabra para asumir las propuestas expresadas por nuestro artista en su trabajo plástico. De todo ello di cuenta en la presentación de su serie Donde habita el paisaje (2007), y también, aunque desde otra perspectiva, en la muestra y el libro Una isla imposible (Anroart, Las Palmas de Gran Canaria, 2010) fruto de la colaboración entre el pintor y el poeta Luis Antonio González Pérez. Sobre ello insistió asimismo Federico Castro Morales al ocuparse de la exposición de Delgado titulada Paisajes transitados en el recuerdo (2010). La distancia, el alejamiento, se convierten para nuestro pintor en un estímulo creativo acuciante y necesario para acceder, diría que inevitablemente, a la síntesis precisa en todo proceso artístico, a la decantación de elementos espurios para dejar que el cuadro se impregne de lo fundamental, de lo definitorio, de lo permanente, y que su obra brote desde la emoción sensorial de las imágenes evocadas, aquellas por donde ocurren o se acumulan los recuerdos. Lo que una vez fue inmediatez ante los ojos, ahora ya es huella trascendida. Es recreación de lo que guardan la memoria y los sentidos. Es íntima visión hecha arte a la par que original interpretación existencial.
En su propuesta de esencialización creadora Andrés Delgado ha reducido la geografía isleña a tres elementos compositivos primordiales: bosque, montaña y mar, por lo general acompañados de la captación del espacio aéreo en que se insertan; esto es: esos ingrávidos y difuminados climas o atmósferas invisibles que el pintor sabe dotar de la densidad corpórea de brumas, vahos y calimas para hacerlos tangibles ante la mirada. Y, dicho esto, inmediatamente hay que señalar que esa simplificación de motivos constructores está cuajada de matices y gradaciones, de sutiles o potentes enriquecimientos añadidos en los que asistimos a la multiplicación de las tensiones emocionales y a la pluralidad estética que apuntala el color y sus espejos reverberantes, tantas veces dispuestos sobre el lienzo a base de trazos ásperos, contundentes, matéricos: impulsos de brochazos poderosos. No podía ser de otra manera. En Andrés Delgado la abstracción y la economía de motivos argumentales se resuelven con la máxima eficacia expresiva. En ella confluyen la complejidad y la diversificación en pos de una sugerente y poderosa capacidad seductora.
En esta nueva exposición que nos presenta Andrés Delgado hay, ciertamente, un predominio del mar y de lo marino inscrito en un paisaje cuajado de rompientes y abismamientos salinos, de indeterminadas lindes arenosas o roqueñas, de planicies y verticalidades asediadas por el azul hondo, profundo, añilísimo, y en donde, como un hallazgo inesperado, a veces brota un trazo de la memoria vegetal musgosa del verde o los vestigios sangrantemente rojizos del magma que una vez fue lengua de lava encendida. Todo ello, haciendo uso de una variada gama cromática, llena de sutilezas y de potentes manchas y empastaduras, donde conviven armónicamente negros, blancos, ocres, sienas, glaucos, garzos azules… Ese universo que es la Isla hecha tacto de color, yuxtaposición de planos y volúmenes, acumulación lineal de escarpes, simas, bajíos y rocallas, se acoge en cuadros de gran formato para que en ellos quepa asimismo la desmesura de ese paisaje que rescata la evocación de la mirada interior y que desemboca en el mar. Porque para llegar al mar, recordémoslo, hay que transitar las huellas de la tierra y la tierra debe sentir la gravidez del aire, sus atmósferas cambiantes de luz herida o vivificada. Y esto, en lo que vemos, se cumple y, en su cumplimiento, sobrecoge.
Porque en estos cuadros hay, sí, una fortísima impregnación lírica, una poética y rotunda textura que inunda la visión de quien los contempla. Es la constatación, diríase que hipnótica, de la naturaleza que nos excede y sobrepasa nuestra condición de seres finitos, vulnerables y vulnerados por el tiempo. Y quizás de esa constatación surge la descripción pictórica de los límites de la soledad. Digo soledad, no desolación. Y añado: no es lo mismo ausencia que vacío. Soledad es la ausencia que muestra el espejo cuando ningún otro rostro refleja el rostro que se asoma al cristal. Desolación es el vacío que tras de sí deja el espejo consumido por el óxido de la herrumbre y los escombros del deterioro. Aquí no hay deterioro, degradación, ruinas vencidas, sino germinación mantenida. No hay vacío, sino plenitud. El espejo que son los lienzos de Andrés Delgado está pleno de fecundas fermentaciones, por más que en él despunte la medida de la soledad. Si miramos y vemos, la presencia humana, en verdad, está omitida: solo el mar y sus anclajes de tierra y aire, sin ninguna silueta, perfil o bulto que delate rastros de vida humana latente. Solo el mar arraigando entre los confines de suelo y cielo en que se sueña la Isla. Como si el pintor no quisiera que la forma humana degradase la belleza desmedida y dominante de la naturaleza, su esencial categoría, el tamaño inabarcable de su inmensidad. No existe, pues, voluntad de exactitud geográfica, ni deseo de calcar la precisión de la mirada exterior. Existe la sugerencia y la emoción que manan de la invocación íntima de lo vivido: eso que en la distancia y la lejanía alienta secretamente en los pliegues del recuerdo y en la palpitación antigua de lo que antaño fue contemplación y ahora es artística, esencializada, recreación. Existe la certeza de ser en soledad, desbordado el pintor, desbordados los espectadores, por aquello que los ojos, abiertos o cerrados, evocan del paisaje isleño abocado hacia el mar. Pudiera decirse que la del pintor es la única presencia, el único calor que brota desde su mirada y desde su mano expandiendo las formas de su imaginario isleño hecho universo pictórico. Es una presencia oculta en la orilla, elidida, intangible pero cierta. Es un hálito que no se ve, pero que se hace presente en lo que representa.
La honda y rotunda impregnación lírica de estas obras de Andrés Delgado potencia el sustrato mítico y simbólico de su original insulario. Es la Isla recreada, surgida en su raíz de una concreta rememoración, pero es, al mismo tiempo, “algo más”: es cualquier isla o todas las islas, posibles o imposibles, a la vez. Es la misteriosa ambigüedad de la conmoción poética convertida en referente universal. Ante él, el espectador tal vez se reconozca en la evocación de su propia experiencia isleña confrontada con lo que ve. O puede que, ajeno a la condición insular, sienta el asombro de quien descubre e inaugura un paisaje desconocido. Y quizás, en la interiorización de lo que uno y otro contemplan, se les revele su ser en soledad, siendo materia de olvido inmersos en una geografía inabarcable y poderosa, vuelta espejo quieto y reflejo mudo de sus propias existencias finitas y vulnerables. Porque, al final de todo y al final del todo, el mar de la tierra quedará cuando nos hayamos ido, cuando apenas perdure el hueco de nuestra ausencia en el paisaje recordando la huella etérea, la sombra inaprensible de lo que hemos sido: ese secreto estremecimiento, el pálido temblor, la inasible mirada que alguna vez fuimos sobre la tierra frente al mar siempre recomenzado, siempre recomenzando.
En uno de sus versos, Lezama Lima dejó escrito que “el ojo y el mar se abren en círculos concéntricos”. La pintura de Andrés Delgado es como ese ojo y ese mar lezamianos que avanzan y se expanden en círculos que se van englobando mutua y recíprocamente, que se acumulan y propagan sin olvidar nunca el punto de partida, esa piedra primera lanzada al centro de las aguas. ¿Y cuál es esa piedra, ese centro inaugural, ese motivo primero que caracteriza e identifica la obra más reciente de Andrés Delgado? Ciertamente, el paisaje. Pero no un paisaje cualquiera, sino el paisaje insular: el que nos marca y señala de forma indeleble; el que, aún sin ser asumido deliberadamente, configura una manera de sentir, o lo que es lo mismo, de ser y estar en el mundo.
Isleño de cepa y raíz, aunque trasplantado a latitudes madrileñas, Andrés Delgado vuelve una y otra vez a la geografía que fue y que sigue siendo suya desde la infancia. Una geografía que el artista evoca desde la distancia, quizás como una forma de saberse aún vivo y pleno en ella pese a la lejanía. Y ese paisaje que Delgado plasma en sus cuadros surge desde la contemplación interior, despojándola de añadidos anecdóticos o folklóricos, para trascenderlo y esencializarlo con la pátina que envuelve y sustenta lo mítico o lo simbólico. Es, como digo, el mirar con los ojos cerrados, un mirar hacia adentro, hacia los vestigios que guarda la memoria, para hacer presente lo que es vívida remembranza. No es nuevo este fenómeno. Es un procedimiento habitual entre tantos creadores canarios que, de grado o a la fuerza, han dejado atrás las fronteras isleñas. El legado cultural de nuestra historia está lleno de ejemplos que lo ratifican
He dicho “esencialización” y creo que es la mejor palabra para asumir las propuestas expresadas por nuestro artista en su trabajo plástico. De todo ello di cuenta en la presentación de su serie Donde habita el paisaje (2007), y también, aunque desde otra perspectiva, en la muestra y el libro Una isla imposible (Anroart, Las Palmas de Gran Canaria, 2010) fruto de la colaboración entre el pintor y el poeta Luis Antonio González Pérez. Sobre ello insistió asimismo Federico Castro Morales al ocuparse de la exposición de Delgado titulada Paisajes transitados en el recuerdo (2010). La distancia, el alejamiento, se convierten para nuestro pintor en un estímulo creativo acuciante y necesario para acceder, diría que inevitablemente, a la síntesis precisa en todo proceso artístico, a la decantación de elementos espurios para dejar que el cuadro se impregne de lo fundamental, de lo definitorio, de lo permanente, y que su obra brote desde la emoción sensorial de las imágenes evocadas, aquellas por donde ocurren o se acumulan los recuerdos. Lo que una vez fue inmediatez ante los ojos, ahora ya es huella trascendida. Es recreación de lo que guardan la memoria y los sentidos. Es íntima visión hecha arte a la par que original interpretación existencial.
En su propuesta de esencialización creadora Andrés Delgado ha reducido la geografía isleña a tres elementos compositivos primordiales: bosque, montaña y mar, por lo general acompañados de la captación del espacio aéreo en que se insertan; esto es: esos ingrávidos y difuminados climas o atmósferas invisibles que el pintor sabe dotar de la densidad corpórea de brumas, vahos y calimas para hacerlos tangibles ante la mirada. Y, dicho esto, inmediatamente hay que señalar que esa simplificación de motivos constructores está cuajada de matices y gradaciones, de sutiles o potentes enriquecimientos añadidos en los que asistimos a la multiplicación de las tensiones emocionales y a la pluralidad estética que apuntala el color y sus espejos reverberantes, tantas veces dispuestos sobre el lienzo a base de trazos ásperos, contundentes, matéricos: impulsos de brochazos poderosos. No podía ser de otra manera. En Andrés Delgado la abstracción y la economía de motivos argumentales se resuelven con la máxima eficacia expresiva. En ella confluyen la complejidad y la diversificación en pos de una sugerente y poderosa capacidad seductora.
En esta nueva exposición que nos presenta Andrés Delgado hay, ciertamente, un predominio del mar y de lo marino inscrito en un paisaje cuajado de rompientes y abismamientos salinos, de indeterminadas lindes arenosas o roqueñas, de planicies y verticalidades asediadas por el azul hondo, profundo, añilísimo, y en donde, como un hallazgo inesperado, a veces brota un trazo de la memoria vegetal musgosa del verde o los vestigios sangrantemente rojizos del magma que una vez fue lengua de lava encendida. Todo ello, haciendo uso de una variada gama cromática, llena de sutilezas y de potentes manchas y empastaduras, donde conviven armónicamente negros, blancos, ocres, sienas, glaucos, garzos azules… Ese universo que es la Isla hecha tacto de color, yuxtaposición de planos y volúmenes, acumulación lineal de escarpes, simas, bajíos y rocallas, se acoge en cuadros de gran formato para que en ellos quepa asimismo la desmesura de ese paisaje que rescata la evocación de la mirada interior y que desemboca en el mar. Porque para llegar al mar, recordémoslo, hay que transitar las huellas de la tierra y la tierra debe sentir la gravidez del aire, sus atmósferas cambiantes de luz herida o vivificada. Y esto, en lo que vemos, se cumple y, en su cumplimiento, sobrecoge.
Porque en estos cuadros hay, sí, una fortísima impregnación lírica, una poética y rotunda textura que inunda la visión de quien los contempla. Es la constatación, diríase que hipnótica, de la naturaleza que nos excede y sobrepasa nuestra condición de seres finitos, vulnerables y vulnerados por el tiempo. Y quizás de esa constatación surge la descripción pictórica de los límites de la soledad. Digo soledad, no desolación. Y añado: no es lo mismo ausencia que vacío. Soledad es la ausencia que muestra el espejo cuando ningún otro rostro refleja el rostro que se asoma al cristal. Desolación es el vacío que tras de sí deja el espejo consumido por el óxido de la herrumbre y los escombros del deterioro. Aquí no hay deterioro, degradación, ruinas vencidas, sino germinación mantenida. No hay vacío, sino plenitud. El espejo que son los lienzos de Andrés Delgado está pleno de fecundas fermentaciones, por más que en él despunte la medida de la soledad. Si miramos y vemos, la presencia humana, en verdad, está omitida: solo el mar y sus anclajes de tierra y aire, sin ninguna silueta, perfil o bulto que delate rastros de vida humana latente. Solo el mar arraigando entre los confines de suelo y cielo en que se sueña la Isla. Como si el pintor no quisiera que la forma humana degradase la belleza desmedida y dominante de la naturaleza, su esencial categoría, el tamaño inabarcable de su inmensidad. No existe, pues, voluntad de exactitud geográfica, ni deseo de calcar la precisión de la mirada exterior. Existe la sugerencia y la emoción que manan de la invocación íntima de lo vivido: eso que en la distancia y la lejanía alienta secretamente en los pliegues del recuerdo y en la palpitación antigua de lo que antaño fue contemplación y ahora es artística, esencializada, recreación. Existe la certeza de ser en soledad, desbordado el pintor, desbordados los espectadores, por aquello que los ojos, abiertos o cerrados, evocan del paisaje isleño abocado hacia el mar. Pudiera decirse que la del pintor es la única presencia, el único calor que brota desde su mirada y desde su mano expandiendo las formas de su imaginario isleño hecho universo pictórico. Es una presencia oculta en la orilla, elidida, intangible pero cierta. Es un hálito que no se ve, pero que se hace presente en lo que representa.
La honda y rotunda impregnación lírica de estas obras de Andrés Delgado potencia el sustrato mítico y simbólico de su original insulario. Es la Isla recreada, surgida en su raíz de una concreta rememoración, pero es, al mismo tiempo, “algo más”: es cualquier isla o todas las islas, posibles o imposibles, a la vez. Es la misteriosa ambigüedad de la conmoción poética convertida en referente universal. Ante él, el espectador tal vez se reconozca en la evocación de su propia experiencia isleña confrontada con lo que ve. O puede que, ajeno a la condición insular, sienta el asombro de quien descubre e inaugura un paisaje desconocido. Y quizás, en la interiorización de lo que uno y otro contemplan, se les revele su ser en soledad, siendo materia de olvido inmersos en una geografía inabarcable y poderosa, vuelta espejo quieto y reflejo mudo de sus propias existencias finitas y vulnerables. Porque, al final de todo y al final del todo, el mar de la tierra quedará cuando nos hayamos ido, cuando apenas perdure el hueco de nuestra ausencia en el paisaje recordando la huella etérea, la sombra inaprensible de lo que hemos sido: ese secreto estremecimiento, el pálido temblor, la inasible mirada que alguna vez fuimos sobre la tierra frente al mar siempre recomenzado, siempre recomenzando.
Sabas Martín
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